lunes, 16 de abril de 2012

Reparacea

Todas las casas antiguas de Oieregi siguen el curso del río, ya que en la antiguedad eran molinos y ferrerías hidráulicas, por eso los nombres de las casas, estás ligadas a este oficio. Matxikoterena Bertiz era la casa del dueño de la ferrería. El caserío más cercano se llama Arotxena (la casa del herrero), la anterior si Matxindericena (el Matxin era el peón de la ferrería).

 La última casa es Reparacea, que puede significar Erre Barazea (huerta de humo), en ese caso sería donde los despojos de las ferrerías se vertirían. Por aquel entonces solo era un caserio mas, pero sus propietarios abandonan sus molinos, para ir a las Américas, y a partir del siglo XVIII regresan y lo trasforman en un lustroso Palacio.

 A principios del XIX pasa por alli un ingles aficionado a la pesca del salmón y devuelve el esplendor a Reparacea. La reina Maria Cristina, Valle Inclan y Pio Baroja, se han alojado en sus habitaciones y Julio Caro Baroja habla sobre la historia del palacio en su libro “Sobre la casa, su estructura y sus funciones”. Al lado, un puente medieval de un solo arco atraviesa estilizado el Bidasoa y da paso al Señorio de Bertiz. Tanto el Palacio Cabo de Armería Reparacea, como el puente de Oieregi han sido declarados Monumentos Culturales de Navarra.

 

1 comentario:

Celia dijo...

Le escribo desde Oieregi, tengo la sensación de que el resumen interpretativo que realiza del nombre de las casas no es del todo real, suena a conclusión fácil de alguien que se ha empeñado en crear un pasado en torno a las ferrerías, llamativo, no creo que Reparacea signifique huerta donde se queme, tal vez Erreal barace? huerta real?...

amica veritas, sed magis amicus plauto

Hace ya algunos años, paseaba yo por la calle Tarnok de Budapest, con la mirada atenta del viajero, cuando me sobrevino un estremecimiento que en un principio confundí con un retortijón intestinal. Sin embargo, cuando profundicé un poco más en el autodiagnóstico, entendí que en realidad lo que me sobrecogía era la contemplación de tanta belleza, una especia de mal de Sthendal en versión austrohúngara.



En aquel momento pensé que sería muy egoísta reservarme esa experiencia y decidí compartirla con aquellos a los que el destino no les habia deparado la oportunidad de visitar esa ciudad. Pero tambien con los que habían pasado por allí y no habían experimentado esa fruición contemplativa, como vaca sin cencerro, acaso porque la naturaleza les había negado esa sensibilidad exquisita con la que a mi me había dotado tan generosamente.



Llevado por este altruista impulso, me agencié un cuaderno y un rotulador Edding y empecé a esbozar dibujos como un poseso, en el afán de reflejar cuanto encontraba en mi camino y de plasmar mis impresiones de una manera mas o menos perdurable. Así nació el primer ejemplar de los cuadernos de viaje que componen esta colección. A partir de entonces -a la manera de los viajeros clásicos como Delacroix o Víctor Hugo- siempre que me dispongo a emprender un nuevo viaje, reservo en mi maleta un sitio para el cuaderno, entre los gayumbos y el neceser.



Debido a la desmesura de alguna de las opiniones vertidas en estas crónicas, la cautela aconsejaba ocultar mi identidad. Para evitar ser objeto de persecución política, decidí ampararme en el anonimato, inventando un alter ego al que llamé el aventurero. Aun así, mis detractores opinan que tal grandilocuencia no era sino una excusa que para poder hablar de mi mismo en tercera persona, como Julio Cesar o el Papa.



Nadie espere encontrar en estas páginas una guía de viaje, ni un exhaustivo glosario de monumentos. Ni una descripción fiel de los lugares visitados, ni una reflexión sensata sobre los usos y costumbres. Tan solo un inconexo puñado de dibujos, acompañados por el relato de anécdotas carentes de interés y algunos datos totalmente prescindibles e inexactos. Esa es otra: Ni siquiera puedo garantizar la fiabilidad de los textos. A menudo son cosas que he oído o leído aquí y allá, cuando no son directamente inventadas, fruto de una trasnochada imaginación, como muy bien han señalado algunos de mis detractores.



En la última secuencia de la película de Jonh Ford “El hombre que mató a Liberty Balance”, James Stewart le reprocha a un periodista la falta de rigor en algunas informaciones publicadas. El periodista se defiende: “Mira, James Stewart, en el oeste cuando la leyenda mola mas que la realidad imprimimos la leyenda”.



Con similar menosprecio a la verdad, yo, que solo pretendo evidenciar la paradoja del alma humana, escribo desde una ignorancia que haría avergonzarse, no ya a cualquier historiador aficionado, sino a cualquier persona de bien.



Vayan pues mis excusas para todos aquellos a quienes no correspondo con la veracidad que se merecen. En cualquier caso, espero que quienes recalen por estas páginas encuentren aquí motivo de solaz y esparcimiento, ya que otra cosa no pretendo.



Ahora, merced al avance de las nuevas tecnologías y para estupor de mis dichosos detractores, estos cuadernos pueden ser consultados en la red y quedan al alcance tanto de los curiosos como de los estudiosos de esta basta y vasta obra.

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